Hoy se conmemora el 40° aniversario de la muerte de Andrei Tarkovsky, el cineasta soviético cuya obra trascendió fronteras para convertirse en un faro de la introspección espiritual y la belleza metafísica. Fallecido el 29 de diciembre de 1986 en París a los 54 años, víctima de un cáncer de pulmón agravado por años de exilio y persecución política, Tarkovsky dejó un legado de siete largometrajes que redefinieron el arte del cine como poesía visual.
Nacido en 1932 en Zavrajie, Rusia, Tarkovsky emergió en la era post-stalinista con La infancia de Iván (1962), una obra maestra que ganó la Palma de Oro en Cannes y retrataba la devastación de la Segunda Guerra Mundial a través de los ojos de un niño huérfano. Su estilo, caracterizado por planos largos, sonidos naturales y una exploración profunda de la fe, el tiempo y la memoria, se consolidó en films como Andrei Rublev (1966), una epopeya medieval sobre el pintor iconógrafo que simboliza la lucha del artista contra la opresión; Solaris (1972), adaptación sci-fi de Lem que indaga en el duelo y la conciencia; y Stalker (1979), un viaje alegórico a «la Zona», metáfora de la búsqueda espiritual en un mundo distópico.
Exiliado en 1982 por discrepancias con el régimen soviético, Tarkovsky rodó sus últimas obras en Occidente: Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986), esta última dedicada a la humanidad ante el apocalipsis nuclear. Su influencia es innegable: directores como Lars von Trier, Béla Tarr y Alejandro González Iñárritu citan su huella. En Argentina, donde el cine de autor resuena en festivales como BAFICI, Tarkovsky inspira a creadores que exploran lo trascendente en medio de crisis sociales.
Cuatro décadas después, su frase resuena: «El cine no se dirige a la mente, sino al corazón». Tarkovsky no solo filmó; invocó lo sagrado en lo cotidiano, recordándonos que el arte es resistencia eterna.