El Papa presidió la Misa Crismal este Jueves Santo, 6 de abril, en el altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro del Vaticano con la asistencia de numerosos sacerdotes de la Diócesis de Roma y miembros de la Curia Romana, a quienes advirtió sobre 3 “tentaciones peligrosas” que pueden superar gracias al Espíritu Santo.

A continuación, la homilía completa del Papa Francisco:

“El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18). A partir de este versículo comenzó la predicación de Jesús y este mismo versículo dio inicio a la Palabra que acabamos de escuchar (cf. Is 61,1). Así pues, al principio está el Espíritu del Señor.

Y sobre Él quisiera reflexionar hoy con ustedes, queridos hermanos. Porque sin el Espíritu del Señor no hay vida cristiana y, sin su unción, no hay santidad. Él es el protagonista y, en este día en que nació el sacerdocio, es hermoso reconocer que Él está en el origen de nuestro ministerio, de la vida y de la vitalidad de todo pastor.

En efecto, la santa Madre Iglesia nos enseña a profesar que el Espíritu Santo es “dador de vida”, como lo afirmó Jesús diciendo: “El Espíritu es el que da Vida” (Jn 6,63); una enseñanza de la que se hizo eco el apóstol Pablo, quien escribió que “la letra mata, pero el Espíritu da vida” (2 Co 3,6) y habló de “la ley del Espíritu, que da la Vida…en Cristo Jesús” (Rm 8,2).

Sin Él, tampoco la Iglesia sería la Esposa viva de Cristo, sino a lo sumo una organización religiosa; no el Cuerpo de Cristo, sino un templo construido por manos humanas. ¿Cómo, pues, puede edificarse la Iglesia, si no es a partir del hecho de que somos “templos del Espíritu Santo” que “habita en nosotros” (cf. 1 Co 6,19; 3,16)? No podemos dejarlo de lado o aparcarlo en alguna zona de devoción. Necesitamos decirle cada día: “Ven porque sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre”.

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El Espíritu del Señor está sobre mí. Cada uno de nosotros puede decir esto; no es presunción, sino realidad, pues todo cristiano, especialmente todo sacerdote, puede hacer suyas las siguientes palabras: “porque el Señor me ha ungido” (Is 61,1). Hermanos, sin méritos, por pura gracia hemos recibido una unción que nos ha hecho padres y pastores en el Pueblo santo de Dios. Consideremos, pues, este aspecto del Espíritu: la unción.

Tras la primera “unción” que tuvo lugar en el vientre de María, el Espíritu descendió sobre Jesús en el Jordán. Después de esto, como explica san Basilio, “toda acción [de Cristo] se iba realizando con la copresencia del Espíritu Santo”.

En efecto, por el poder de esa unción, predicaba y realizaba signos; en virtud de ella “salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6,19). Jesús y el Espíritu actúan siempre juntos, de modo que son como las dos manos del Padre[4] que, extendidas hacia nosotros, nos abrazan y nos levantan, Ireneo decía esto. Y por ellas fueron marcadas nuestras manos, ungidas por el Espíritu de Cristo. Sí, hermanos míos, el Señor no sólo nos ha elegido y llamado, sino que ha derramado en nosotros la unción de su Espíritu, el mismo Espíritu que descendió sobre los Apóstoles. Hermanos, estamos ungidos.

Fijémonos, pues, en ellos, en los Apóstoles. Jesús los eligió y a su llamada dejaron sus barcas, sus redes, sus casas. La unción de la Palabra cambió sus vidas. Con entusiasmo siguieron al Maestro y comenzaron a predicar, convencidos de que más tarde realizarían cosas aún mayores; hasta que llegó la Pascua. Allí todo pareció detenerse; llegaron a renegar y a abandonar al Maestro, Pedro fue el primero.

No tengamos miedo, seamos valientes leyendo nuestra propia vida y nuestras propias caídas. Tomaron conciencia de su propia incapacidad y se dieron cuenta de que no lo habían entendido. El “no conozco a ese hombre” (cf. Mc 14,71), que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena, no es sólo una defensa impulsiva, sino una confesión de ignorancia espiritual: él y los demás quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pero no reconocían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Paráclito.

Y fue precisamente esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí mismos. Esta es la contradicción por resolver; ser pastores del pueblo de Dios o ser pastores de sí mismos, y es el Espíritu que señala el camino. Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades.

*Fuente de información, https://www.aciprensa.com/ .