La comparación entre los gobiernos de Carlos Menem y Javier Milei no es casual: ambos comparten un ADN antiestatista que prioriza el mercado sobre la cohesión social.
Menem, con su populismo neoliberal de los ’90, vendió empresas públicas y prometió estabilidad, pero dejó un legado de corrupción y desempleo. Milei, con su liberalismo ortodoxo del siglo XXI, repite la fórmula de privatizaciones y ajuste fiscal, aunque con un enfoque más austero y sin la base política que Menem construyó.
Privatizaciones y desregulación económica son el hilo conductor. Menem impulsó la Ley de Reforma del Estado (1989), vendiendo Aerolíneas Argentinas y descentralizando servicios públicos, mientras Milei propone la Ley Bases, con privatizaciones más limitadas pero igualmente polémicas. La diferencia está en el contexto: Menem negoció con sindicatos y usó la corrupción como herramienta de poder; Milei rechaza diálogos y promueve un liberalismo puro, aunque sin mayoría parlamentaria para aplicarlo. Ambos, sin embargo, ignoran el impacto social de desmantelar servicios públicos, como si la eficiencia del mercado fuera suficiente para resolver desigualdades.
El desempleo y la desindustrialización son otra similitud. Menem logró estabilidad inicial con la convertibilidad, pero su modelo colapsó en 2002 tras años de desempleo masivo. Milei, con su ajuste fiscal y dólar libre, controló la inflación, pero mantiene programas sociales heredados del kirchnerismo, algo que Menem nunca hizo. Sin embargo, ambos priorizan la estabilidad macroeconómica sobre la justicia social, aunque Milei intenta mitigar el impacto con redes de protección que Menem nunca implementó.
Los paralelismos culturales son igualmente reveladores. El padel como deporte de moda y la presencia de un piloto argentino en Fórmula 1 (como en los ’90) reflejan una ilusión de modernidad que contrasta con crisis estructurales. La retórica del “libre mercado” sirve como eslogan para ambos, aunque Menem lo usó con un discurso populista inicial que luego traicionó. Estos elementos funcionan como anestésicos sociales, distrayendo de problemas económicos profundos.
Incluso la participación de familiares de Menem en el gobierno de Milei es un tema recurrente, aunque no explícito. Milei ha elogiado a Menem como “el mejor gobierno de la historia” y busca emular su capacidad para aplicar reformas, aunque sin su base política ni corrupción. La pregunta persiste: ¿es posible un modelo liberal sin desigualdad estructural? La historia reciente sugiere que no.
En conclusión, Menem y Milei comparten un enfoque antiestatista que prioriza el mercado sobre la cohesión social. Mientras Menem logró estabilidad temporal mediante privatizaciones y alianzas políticas, Milei enfrenta un contexto más adverso sin mayoría parlamentaria ni apoyo sindical. Ambos gobiernos subestiman el rol del Estado como garante de derechos sociales, aunque Milei intenta corregir errores menemistas con políticas focalizadas. La nostalgia por los ’90 —con sus logros y fracasos— sirve como espejo para entender los riesgos de un modelo que repite errores del pasado, pero con menos herramientas para contenerlos. ¿Hacia un nuevo colapso o una ilusión de cambio? Solo el tiempo lo dirá.