En un país altamente religioso que parece haber perdido el sentido del Evangelio y la justicia social —valores anteriores al peronismo, como la idea de comunidad, poner la otra mejilla, compartir el pan y ayudar al que menos tiene—, el gobierno de Javier Milei ha encontrado la oportunidad histórica para imponer su «batalla cultural» a favor de la meritocracia y el esfuerzo individual.

Este gobierno de ultraderecha rompe con la tradición de comunidad organizada, envuelto en falsas banderas cristianas como «Patria, Dios y familia», aunque Milei se haya volcado al judaísmo. En la práctica, sus políticas no mejoran la vida de los que menos tienen, sino que la empeoran, mientras benefician a los que más poseen. La equidad brilla por su ausencia en un modelo atrapado en el endeudamiento sistemático: los servicios suben cada día, la inflación «baja» no se siente en el bolsillo, y la mayoría no llega al día 20 de cada mes.

Sin embargo, no hay grandes movilizaciones sociales, salvo las de gremios, jubilados y discapacitados. El resto parece abatido o conforme con el modelo. No hay un 2001 porque muchos aún no tienen el agua al cuello, pero la incertidumbre paraliza: las industrias cierran, el empleo formal cae, el informal crece, y la imagen presidencial se mantiene cerca del 50%. Persiste el «riesgo Kuka», ese terror inventado por medios para asustar a la gente de a pie, que por un momento saboreó las mieles de la clase media con autos en cuotas sin interés, aires acondicionados, heladeras y casas con créditos blandos… hasta que el macrismo les dijo que era una fantasía.

La película continuó: Macri no se relegió, llegó Alberto Fernández con promesas que se quedaron en el «casi» —»casi» expropia Vicentin, «casi» reflota la ley de medios, «casi» toca monopolios—, más la pandemia y la foto de la fiesta. Eso abrió la puerta a Milei, un outsider que gritó «basta» a la «vieja política». Pero su gobierno es casta pura, sin nada nuevo.

Así camina la sociedad: una parte con la cabeza gacha, como si nada pudiera salvarla; otra con esperanzas de que tocar fondo sea el inicio de algo que la historia demuestra que no llegará. El odio —o el miedo al pasado— impide resignarse a esperar. Mientras, un sector marginado ya no espera: no come cuatro veces al día, no paga el alquiler. Esa mugre no sale a la luz. Muchos que lo sostienen no conocen el empleo formal, viven con padres que pasaron crisis y creen que «mejor esperar que volver al pasado».

La película no tiene final y quedan dos años. ¿Despertarán o seguirán aferrados a la esperanza de lo inevitable?

Sobre Nosotros

Por Claudio Gambale

Claudio Gambale 47 años , Periodista de Tres de Febrero.