En los últimos años, hemos sido testigos de un fenómeno preocupante dentro de la clase media argentina: un sostenido apoyo a causas que, lejos de beneficiarios, reflejan una profunda desorientación y un miedo irracional a perder un estatus que muchos ni siquiera poseen.
Este comportamiento se evidencia claramente en el caso Vicentín, cuando gran parte de la sociedad salió a las calles con carteles bajo la consigna “Todos somos Vicentín”, a pesar de que la mayoría no tiene ni un solo pedazo de tierra ni vínculo real con el sector agroexportador.
Vicentín, hoy en ruinas y con sus directores enfrentando acusaciones en la justicia, sirve como metáfora de un temor más amplio: el de “ser pobre”. Este miedo no es otra cosa que un miedo a la realidad económica de Argentina, una realidad que hace décadas se niega a crecer sostenidamente ni a ofrecer oportunidades reales de ascenso social. La teoría del derrame, que sugiere que el crecimiento de unos pocos generaría bienestar para todos, no ha funcionado jamás en nuestro país. Ni durante la dictadura de Martínez de Hoz, ni con las políticas de Cavallo, ni en la era Macri, ni con los últimos intentos a cargo de funcionarios vinculados a Milei, como Caputo.
La adhesión crítica a estas causas genera una falsa sensación de protección y pertenencia, distrayendo a la clase media de búsqueda de soluciones de fondo, estructurales y sustentables para la economía. La repetida elección de modelos que reproducen la desigualdad solo alimenta la incertidumbre y la precariedad.
Es momento de que la clase media argentina deje de apoyar discursos y causas que la mantienen en la desorientación y tome un rol activo en la construcción de un proyecto económico inclusivo y realista, que integre a todos y no deje a nadie atrás.