En un escenario político que todos esperábamos más serio y mesurado, la figura presidencial de Javier Milei pareciera estar resignificando, y no para bien, la idea misma de gobernabilidad y solemnidad institucional.
La reciente elección de Milei como presidente vio también renacer un fenómeno que, más allá de su peso político, supone una preocupante degradación del rol presidencial y, por ende, de las instituciones argentinas.
No es raro ahora ver más tiempo en streaming, especialmente en el programa de Alejandro Fantino, donde se extiende por horas enteras hablando de coyuntura desde su particular mirada libertaria. Hasta ahí, podría pensarse que se trata de un presidente que busca acercarse a una audiencia joven y digital. Pero lo que preocupa no es sólo la duración de sus intervenciones, sino el contexto y el contenido: entre charlas serias se cuelan juegos y actos que rozan la comedia, como cuando le acercan muñecos para «hacer ventrículos» o participar en bromas que parecen más de un show de entretenimiento que de un mandatario en ejercicio.
Estos gestos y actitudes contribuyen a una imagen presidencial desdibujada, que más que fortalece el respeto institucional, lo pone en jaque. Mientras tanto, la gestión oficial se muestra dispersa: las provincias apenas reciben la atención presidencial, y el diálogo con los gobernadores recae casi exclusivamente en figuras como Guillermo Francos, dejando a Milei cómodo en la burbuja mediática en lugar de en las oficinas de gobierno y las provincias.
Por otro lado, el presidente parece más interesado en viajar por países donde recibe premios que, bien calificados entre risas irónicas, algunos denominan “falopas” por la dudosa relevancia o impacto para la Argentina. Esto no solo reafirma una desconexión con las prioridades nacionales, sino que también refleja un culto excesivo a la figura de influencer más que a la de mandatario responsable.
Esta combinación de espectáculo mediático y ausencia efectiva en la gestión pone en riesgo la confianza ciudadana en las instituciones y en la Presidencia. Un presidente debe ser un símbolo de estabilidad y respeto, no un showman que participe en actos que le restan gravedad. La democracia argentina merece más que eso: merece instituciones fuertes, diálogo franco y compromiso real con el país.
En definitiva, lo que vemos con Milei es una degradación del estatus presidencial que podría marcar un precedente peligroso para el futuro institucional argentino, si no se revierte a tiempo.