Un 29 de junio de 1986 la selección argentina, dirigida por Carlos Bilardo y con Diego Maradona como estrella, gana su segunda Copa del Mundo.
Tras vencer por 3-2 a Alemania en la final del Mundial de México ‘86 disputada en el estadio Azteca de la capital mexicana. La mala salida de Harald Schumacher y el cabezazo de Brown, antes de la media hora de juego, empezaron a encaminar la historia. El contragolpe que Jorge Valdano empezó en su área y finalizó en la de enfrente, a los 11 del segundo tiempo, pareció haberla liquidado. Pero Karl-Heinz Rummenigge y Rudi Völler, con apenas siete minutos de diferencia, llegaron para reflotar todas las dudas que el conjunto de Carlos Salvador Bilardo había mostrado en las Eliminatorias y que se habían borrado por arte de zurda durante el periplo mexicano. Y entonces, apareció él.
Faltaban seis minutos para el final. Los de verde se venían. Una pelota empiojada voló por el aire en la mitad de la cancha, a unos metros nomás del lugar exacto en el que había empezado a dejar en el camino a tanto inglés para que el país fuera un puño apretado. Limpió el juego de cabeza hacia la derecha, pero la bola le volvió rápido (sus compañeros, en esos momentos calientes, se la daban casi mecánicamente). Dos germanos salieron a anticiparlo por ambos flancos y un tercero lo esperaba plantado sobre la línea de cal que separa un campo del otro. Dominarla era complicarse. Jugar a los costados, imposible.
Picó la pelota una vez. La tenía casi encima. Y ahí decidió hacer lo que sólo él vio. Rebotó de nuevo la redonda, pero antes de que pudiera empezar a ganar altura, el pie izquierdo de Maradona transformó una situación complicada en fantasía: de primera, tocó hacia adelante con la parte interna del empeine. Lothar Matthäus quedó parado sobre la línea media, esperando una gambeta que nunca llegaría. Karl Heinz Förster vio pasar la bola por al lado suyo y giró tranquilo sobre su eje, como si nada malo pudiera pasar. Cuando se dio cuenta, ya era tarde: Jorge Burruchaga corría en soledad rumbo a la gloria. Rumbo a la historia.
Schumacher tardó en salir a achicar. Andreas Brehme no llegó a cortar. Y el 7 -¡no definía nunca!- punteó al gol en el último instante. Y la Copa del Mundo se encontró por primera vez con los labios del hombre que mejor tributo le rindió a la pelota a lo largo de la historia.